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Viviendo fuera de casa...

Actualizado: 4 dic 2017

"Pero lo que nunca supe o me dijeron es que además de lo profesional me tocaría crecer en lo personal"

Hace ya varios días que vengo escribiendo este post, o pensando en la idea de escribirlo.


Desde muy joven sabia que salir de casa para formarme de manera profesional no era una opción que debatiría con mis familiares, mis grupos de amigos o inclusive con quien estuviera a mi lado en el momento que me tocara tomar esa decisión. Más que una opción, entendía que era una obligación que debía cumplir por llevar la etiqueta de los tan mencionados “millennials”. Pero lo que nunca supe o me dijeron es que además de lo profesional me tocaría crecer en lo personal.


Llegar a una ciudad desconocida, -sin saber ni tener donde vivir- , con estaciones que se manifiestan en su máxima expresión, su gente igual que su frío invierno y por el contrario, viniendo de una pequeña isla, con un clima poco cambiante y caluroso, con gente cercana, hospitalaria y muy parecida a su propio clima, era algo en que en mi vuelo de ocho horas aproximadamente hasta Madrid, no podía dejar de imaginar. Me tomó otra hora y quince minutos más llegar hasta mi destino final, mi tan soñada Barcelona, que para mi suerte, me recibió entre tapas y sangrías, con mi propia gente que en seguida me hicieron sentir como en casa.


Pero no todo fue lo impresionante de la Sagrada Familia, lo colorido de la Casa Battló, el movimiento de Paseo de Gracia o la buena vibra de la ciudad. Darme cuenta de que no estaba de vacaciones y que no regresaría a casa en los próximos quince días fue como chocar con la más cercana de mis realidades. Pasado algunos días empecé mis clases y en seguida tuve que acostumbrarme al Google Map, a las lineas del metro, a las compras rutinarias del supermercado, al sonido de la lavadora, y a llegar a mi casa fuera de casa, sin que me recibieran mis perritos, mi familia, sin que la comida estuviera servida en la mesa y sin mis tan acostumbradas cenas con personas muy cercanas a mi.


Empecé a extrañar a mi siempre y tan dispuesta mamá, el olor a periódico y los deportes de papá, el tararear una canción en compañía de mi hermana, las peleas con mi hermano, mi tan cercana y protectora relación con el menor de todos nosotros, las caricias del abuelo acompañada de las carcajadas de la abuela, lo bonito de la infancia con mis primitos, la relación que comparto con mi “significant other” y mis amigos de siempre.


Pero más que a extrañar, aprendí a estar conmigo misma, a ponerme “linda” simplemente para mí, a conocer más a fondo mis defectos y premiar mis virtudes. A admirar el sonido del despertador y el olor de un entrepan caliente. A ser empatica con quienes también viven mi experiencia pero quizás desde otras perspectivas, colores y matices. A conocer gente maravillosa, algunos muy parecidos a mi, otros muy diferentes pero que con características propias puedo llamar familia. Además, aprendí a adaptarme y hacerme maleable a una cultura distinta a la mía sin olvidarle de aquella que me vio crecer y si tuviera que elegir una vez más vivir esta experiencia, mil veces diría que sí.


Gracias mi Barcelona por lo mucho que me has enseñado en tan poco tiempo.






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